
En los últimos años las disculpas se han prostituido. Se han vuelto tan comunes que se han vaciado de significado y, por ende, han perdido su poder reparador. Imbuidos en una sociedad que se agravia y ofende por todo, las disculpas se han convertido en una especie de “bandera blanca” que se alza cuando se considera necesario para evitar males mayores – generalmente a uno mismo.
Pedir perdón se ha convertido en un acto vacuo al que recurren desde políticos corruptos hasta celebridades insensibles para lavar su imagen. Un trago amargo que deben soportar, un corto viacrucis que deben emprender para que todo vuelva a ser igual. Por desgracia, esa actitud también se extiende a la sociedad, llegando a permear incluso nuestras relaciones más cercanas.
Aunque quizá lo peor de todo es que se da por hecho que detrás de la disculpa debe llegar el perdón. En el imaginario popular se ha asentado la idea de que una vez que el ofensor pide disculpas se deshace de toda responsabilidad y lava sus pecados. De esta forma, pretender el perdón se convierte en muchos casos un segundo acto de violencia contra la víctima.
Mientras el ofensor se lava las manos, la víctima que no logra perdonar puede ser vista como una persona poco comprensiva y rencorosa. Y tampoco faltarán las presiones veladas para que “pase página” y perdone ya que, a fin de cuentas, el ofensor se ha disculpado. Sin embargo, las disculpas y el perdón no tienen que ir necesariamente de la mano. Ni en el ámbito público ni en el privado.
En el reino de la disculpa no-disculpa
Un estudio desarrollado por psicólogos de la London Business School descubrió que disculparnos no es tan eficaz como pensamos y que a menudo sobreestimamos el valor de unas disculpas. De hecho, pedir disculpas no es suficiente, sobre todo cuando estas no provienen de un arrepentimiento sincero y una reflexión profunda sobre el error cometido. Y normalmente esa falta de sinceridad y ausencia de remordimiento se intuyen.
Muchas disculpas no contienen nada que huela a disculpa. “Pido disculpas si alguien se sintió ofendido” es el emblema de la disculpa no-disculpa, convirtiéndose en otra manera de decir: “lamento que seas tan sensible”.
“Lamento que mis palabras hayan sido malinterpretadas” es otro intento de disculpa bloqueado por un ego demasiado grande como para reconocer el error cometido, aunque sea solo a nivel comunicativo.
Ese tipo de disculpas no muestran contrición por el error ni preocupación por el daño y ni siquiera reflexión sobre las consecuencias del acto. De hecho, en ocasiones la única reflexión que realizan algunos ofensores versa sobre el precio que tienen que pagar si no piden disculpas.
Pedir disculpas no es hacer borrón y cuenta nueva
Partamos de un supuesto: perdonar es beneficioso. No solo porque puede ayudar a redimir a la persona que se equivocó, sino porque libera a la víctima del peso de emociones como el resentimiento, la ira o el rencor.
No perdonar nos condena a un estado de tensión interior que termina afectando nuestra salud física y mental. Perdonar nos hace bien, no porque la otra persona merezca perdón, sino porque merecemos liberarnos de esa carga. Pero el perdón intelectual sirve de poco. Perdonar es un acto íntimo que debe nacer del corazón, como la disculpa auténtica. Eso significa que el perdón no puede ser impuesto socialmente.
Y sin embargo todavía hay personas que dan por hecho que las disculpas deben ir proseguidas del perdón. Esas personas no dudan en expresar su indignación por la incapacidad de las víctimas para perdonar y admitir unas disculpas incompletas, exculpatorias y, francamente, arrogantes. Muchas de esas personas terminan empatizando más con el ofensor que con su víctima.
“Perdónalo, pobrecillo”, “ya se ha disculpado, perdónalo” o “es demasiado joven/viejo/despistado, no le guardes rencor”… Con este tipo de frases se empatiza con el ofensor poniendo a la víctima contra la espada y la pared, casi obligándola a dejar pasar algo que todavía no puede aceptar y mucho menos perdonar.
De hecho, en ocasiones el perdón inmerecido por unas disculpas incompletas añade una capa de mal adicional sobre el daño original. Pone el sello de la permisividad en acciones que merecen una repulsión clara, tanto a nivel personal como social.
Hay que tener claro que pedir disculpas no exime a la persona de su responsabilidad o del deber de reparar el daño causado. Pedir perdón no es hacer borrón y cuenta nueva, pretendiendo que no ha pasado nada porque “las únicas acciones correctas son aquellas que no exigen explicación ni disculpa”, como dijera Red Auerbach. Ni las disculpas ni el perdón son un cheque en blanco al portador.
Los ingredientes que no pueden faltar en una disculpa sincera
Para que unas disculpas tengan posibilidades de ser aceptadas, decir “lo siento” no es suficiente. En la tradición judía, por ejemplo, la regla de Yom Kippur exige que el ofensor ofrezca sus disculpas sinceras tres veces si desea ser perdonado. De hecho, el Día de la Expiación es el más sagrado del año judío y se aprovecha para expresar un arrepentimiento sincero, de corazón.
En su cultura, herir a otra persona sin disculparse equivale a duplicar la ofensa, añadiendo a la crueldad el pecado de la insensibilidad. Por esa razón, saben que para pedir disculpas es necesario confesar el error, arrepentirse de lo mal hecho y resolver no volver a comportarse de esa manera.
La Psicología les da la razón. Ante todo, una disculpa debe partir del consentimiento mutuo ya que muchas veces se da por sentado que la otra persona quiere escuchar nuestro arrepentimiento, cuando muchas veces no está preparada para ello. En esos casos, “obligarla” a escuchar las disculpas puede ser un segundo acto de violencia.
Un estudio llevado a cabo en la Universidad Estatal de Ohio reveló que la disculpa perfecta debe tener tres ingredientes. Primero, debe ser una expresión de arrepentimiento auténtico, expresando lo que sentimos cuando nos damos cuenta de lo que hicimos. También debe implicar el reconocimiento de la responsabilidad y el daño causado al otro, así como una oferta para reparar el daño, ya sea material o simbólica – o al menos el compromiso de no volver a hacerlo.
De hecho, pedir perdón es el último paso cuando nos disculpamos. Quizá la persona a quien herimos no esté lista para perdonar. Está en su derecho. Y no pasa nada. Lejos de presionarla para obtener el perdón, lo mejor es mostrarse comprensivos y preguntarle si podemos hacer algo más para que se sienta mejor y puedan perdonarnos.
Para que unas disculpas sean válidas, tienen que transmitir poder a la persona agraviada. Así podrá perdonar. Si la persona que cometió la ofensa mantiene una actitud arrogante y de superioridad, es probable que la víctima no le perdone.
De hecho, una disculpa genuina debería ser un momento de conexión especial en el que las almas se tocan en su extrema vulnerabilidad mientras desnudan sus emociones. El objetivo de la disculpa es reparar el daño que se le hizo a la relación y restaurar la confianza, no salir bien parados. Deberíamos recordarlo la próxima vez que intentemos justificar a quien cometió la ofensa o presionar a su víctima para que le perdone.
Fuentes:
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