Rememora la última vez que experimentaste una emoción desagradable, que querías eliminar a toda costa. Puede ser cualquier tipo de sensación, desde la vergüenza hasta el enfado o la tristeza. Intenta recordar cuál fue tu primera reacción para lidiar con esa emoción. Es probable que hayas sentido una necesidad imperiosa de que esa sensación desapareciera, que te hayas sentido inadecuado y que hayas pensado que algo no andaba bien. Por tanto, es probable que hayas querido detener inmediatamente esa sensación, diciéndote que no debes sentirte así.
Sin embargo, si la emoción era realmente intensa, es probable que esa estrategia no haya servido para nada. De hecho, se ha demostrado que intentar luchar o controlar las emociones y pensamientos solo sirve para centrar la atención en estas y hacerlas crecer. Mientras más luchas por controlarlas, más las fortaleces y, por tanto, ellas terminan controlándote.
El problema de base es que la sociedad nos ha enseñado que existen emociones “negativas” que no debemos sentir. Por tanto, cuando las experimentamos nos sentimos incómodos, y queremos recuperar el control. Por eso, en muchas ocasiones lo que más nos incomoda no es la emoción en sí, sino la sensación de incomodidad que esta despierta porque pensamos que es “inaceptable”.
La fábula que nos muestra el verdadero peso de las emociones «negativas»
En la región de Annapurna vivía un joven que quería encontrar la paz interior. Sin embargo, a pesar de que vivía en un monasterio budista, las jornadas para él eran largas y negras. Un día, mientras regresaba al monasterio, decidió confesarle a su maestro aquel dolor que llevaba por dentro, del que se sentía profundamente avergonzado.
– Maestro, últimamente me siento muy agotado. La culpa y la ira son mis acompañantes perennes. ¿Qué hago?
El maestro le miró, como toda respuesta, tomó una pluma y la depositó en la mano del joven.
– ¿Cuánto pesa esta pluma?
El joven pensó unos segundos y respondió:
– Aproximadamente 2 gramos.
Entonces el maestro le pidió que extendiera el brazo y sostuviera la pluma mientras él buscaba un libro que le ayudase a lidiar con los problemas que experimentaba. Le explicó que, si quería, podía cambiar de idea sobre el peso de la pluma.
El joven no le comprendió pero hizo lo que decía su maestro. Pasados 30 minutos, el brazo comenzó a flaquearle y al cabo de una hora, pensaba que no iba a poder sostener más la pluma. Cuando el maestro regresó, volvió a preguntarle:
– ¿Cuánto pesa esa pluma?
– Al principio pensé que era muy ligera pero con el paso del tiempo se fue volviendo cada vez más pesada y ahora me parece que sostengo un pedazo de plomo.
El maestro sonrió y le explicó:
– Las emociones y sentimientos “negativos” son como esa pluma: si las experimentas y las sueltas no pesan nada. Pero si las sostienes durante mucho tiempo se convierten en una losa sobre tu corazón.
No pienses en osos blancos
En 1987 psicólogos de la Trinity University reclutaron a un grupo de personas para realizar un experimento aparentemente muy sencillo: no debían pensar en un oso blanco. Cada vez que pensaran en ello, debían hacer sonar una campana.
Pasado ese periodo de supresión consciente, los investigadores les pidieron a las personas que pensaran en lo que quisieran, incluyendo un oso blanco. Una vez más, cuando la imagen del oso blanco rondara su mente, debían hacer sonar una campana.
Sin embargo, a otro grupo de participantes también se les habló del oso blanco, pero no se les pidió que intentaran suprimir ese pensamiento. Curiosamente, los psicólogos descubrieron que las personas que debían suprimir la imagen del oso blanco, eran precisamente las que más pensaban en ello.
¿Por qué?
El problema es que para no pensar en algo, activamos un mecanismo de vigilancia interno que nos ayude a detectar el pensamiento o imagen en cuestión que queremos evitar. Ese mecanismo, contradictoriamente, solo sirve para activar los pensamientos que deseábamos evitar.
Este fenómeno no solo se aplica a los pensamientos sino también a los sentimientos y emociones. De hecho, es particularmente evidente cuando sentimos vergüenza. Mientras más pensamos en la vergüenza que sentimos, más se acrecienta esta y más intensas son sus expresiones fisiológicas.
Cuando pensamos “estoy nervioso, tengo que controlarlo o todos lo notarán”, esa sensación de nerviosismo se acrecentará. Comenzarán a sudarnos las manos, nos ruborizaremos y quizá hasta comencemos a tartamudear o nos bloqueemos completamente.
Solemos pensar que esos síntomas están desatados por la emoción, pero en realidad se intensifican por la importancia que le damos a esa emoción, por la valencia negativa que le conferimos. No es simplemente la emoción, sino nuestros pensamientos y el análisis que hacemos de nuestra reacción, lo que desata esos síntomas indeseados.
Lo que se resiste, persiste
Imagina que las emociones que te hacen sentir incómodo son como un mal amigo. Es probable que ese amigo te haya ayudado a resolver algunos problemas, pero generalmente dedica la mayor parte de su tiempo a criticarte. Obviamente, tu primera reacción es desembarazarte de él, pero cuando intentas hacerlo, este se da cuenta y te lo hecha en cara, diciéndote que eres una mala persona. En este punto, es probable que te enfades y discutas con él, hasta que la situación se os escape de las manos.
Eso es exactamente lo que ocurre cuando pretendemos controlar las emociones, sobre todo las que catalogamos como negativas. Y el problema es aún mayor porque, de cierta forma, les tememos a esas emociones, porque pensamos que dicen algo negativo sobre nosotros como personas, y así les damos poder.
El problema que subyace a nuestro deseo de control es que este en realidad implica reprimir, significa que no aceptamos algo… y lo que no aceptamos, podemos ocultarlo, pero continúa existiendo. De esta forma, las emociones terminan controlando tu vida, terminas sintiéndote bien o mal en dependencia de lo que encuentres a tu paso, terminas siendo una persona eminentemente reactiva, sin ningún control sobre tu felicidad, subida permanentemente a una montaña rusa emocional.
¿Cuál es la solución?
Desde hace varios años, en la Psicología se ha comenzado a hablar de la gestión emocional. Se trata de una perspectiva diferente que nos enseña a aceptar la existencia de las emociones, sin juzgarlas ni emitir juicios. Simplemente aprendemos a detectarlas, las notamos y las dejamos ir. Existen diferentes técnicas, como “Las hojas del río”, que tienen este cometido.
El secreto radica en que, al no catalogarlas como negativas ni rechazarlas, las emociones pierden su fuerza y te liberas de su influjo. Si no te resistes, las emociones se irán como llegaron.
Fuente:
Wegner, D.M., Schneider, D.J., Carter, S.R., & White, T.L. (1987) Paradoxical effects of thoughts suppression. Journal of Personality and Social Psychology; 53: 5–13.
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