“Lo odio”, “me odia”, “nos odiamos”. Las conjugaciones del verbo odiar parecen multiplicarse por doquier. De hecho, se han vuelto tan comunes que incluso contamos con una ley que penaliza el delito de odio – o quizá es precisamente esa ley la que ha empujado el odio a niveles estratosféricos al acuciar esa tendencia tan humana a hacer precisamente aquello que se nos prohíbe. De una forma u otra, quizá estemos odiando por encima de nuestras posibilidades.
¿Qué es el odio? Del significado etimológico al concepto psicológico
Para comprender qué es el odio debemos remontarnos a su etimología. Aunque deriva directamente del latín odium, esta palabra proviene a su vez del vocablo griego ὠθέω (otheo), que significa rechazar, empujar o alejar.
Aunque originalmente su raíz indoeuropea (vad o uad) significaba literalmente apretar o presionar. De hecho, en el persa antiguo, la expresión vad se utilizaba para designar un golpe o una discusión.
No obstante, tanto la raíz indoeuropea ad de la palabra odio como el vocablo edo en latín, también expresaban un roer íntimo. Por tanto, el odio nos remite a sentimientos de animadversión y rechazo intensos con una fuerza particularmente destructiva.
En Psicología, el odio es una actitud afectiva de hostilidad hacia algo o alguien que, aparentemente, posee rasgos negativos e incompatibles con los nuestros. Dado su intensidad emocional, suele acompañarse de un impulso de lastimar al otro o un deseo de que se haga daño.
Al igual que el resto de los estados afectivos, el odio puede ser una emoción que aparece de manera intensa pero fugaz o puede convertirse en un sentimiento, en cuyo caso se instaura y se vuelve crónico.
Un paso más allá del desagrado y la ira
El odio no es un simple “no me gusta”. No expresa únicamente un desagrado sino que va más allá de la ira y concentra un nivel de negatividad elevado, como comprobó un estudio realizado en la Universidad Autónoma de Barcelona. En otras palabras: lo que odiamos es muchísimo más negativo que aquello que nos desagrada. Por tanto, el odio va varios pasos por delante de la aversión.
Asimismo, supera con creces el enfado. De hecho, existe una gran diferencia entre ira y odio puesto que la motivación que se encuentra en su base es distinta. Cuando nos enfadamos por algo o con alguien, conservamos la esperanza en el cambio. De hecho, la ira es una emoción que nos empuja a actuar para cambiar lo que nos molesta.
En cambio, el odio es una experiencia aniquiladora. Estamos convencidos de que lo que odiamos no puede cambiar pues consideramos que es intrínsecamente negativo o incluso malvado. Eso significa que este sentimiento trae implícito un juicio de valor basado en lo que consideramos moralmente correcto o no.
Por ese motivo, los objetivos odiados suelen representar una amenaza existencial, en especial cuando nos sentimos impotentes o percibimos que tenemos un escaso control en la situación. Como resultado, nuestra meta no es cambiar el estado de las cosas – como en la ira – sino evitar, herir o eliminar el objeto de nuestro odio.
¿Es posible odiar lo que no conocemos bien?
Gordon Allport concibió el odio como un fuerte de disgusto con una negatividad exacerbada, pero también aclaró que no puede existir “a menos que se haya violado algo que uno valora”.
En esa misma línea, otros psicólogos han argumentado que el odio siempre implica una evaluación negativa de algo o alguien en base a un juicio moral. O sea, consideramos que lo que odiamos es moralmente deficiente o sentimos que, de alguna manera, ha violado nuestro código ético.
De hecho, un estudio realizado en la Universidad de Haifa en 2008 sobre el conflicto palestino-israelí constató que el odio suele ser una reacción directa ante la percepción de un daño sufrido de carácter prolongado, que catalogamos como deliberado e injusto y deriva del carácter maligno intrínseco al individuo o grupo odiado.
Por tanto, el odio está indisolublemente ligado a la moralidad y a la certeza de que el otro es esencialmente malo y no puede cambiar. Eso, obviamente, demanda un conocimiento mínimo del otro.
Que sea difícil odiar lo que no conocemos lo respalda otra investigación llevada a cabo en las universidades de Texas y Hawái. Estos psicólogos analizaron ese sentimiento en el día a día preguntando a un grupo de personas a quién odiaban y por qué.
Los participantes que escribieron sobre el objeto de su odio a menudo se referían a amigos, familiares y conocidos (56%), pero rara vez a extraños (4%), lo que sugiere un vínculo profundo entre el odio y la familiaridad.
Y es que para activar un estado tan intenso que desencadene el deseo de atacar, se requiere una mayor excitación emocional y una percepción de amenaza personal, como comprobaron ulteriormente investigadores de las universidades de Groninga y Ámsterdam.
Por supuesto, el odio también puede ser aprendido y transmitido. A fin de cuentas, vivimos en una cultura de la guerra – bien maquillada, eso sí – que promueve la violencia y en la que la competencia es la principal forma de vida.
Se nos enseña a competir y odiar al enemigo – lo cual a menudo implica cualquiera que sea diferente o piense de manera distinta – lo que deja poco espacio para la empatía y la búsqueda de aquello que nos une. Por eso podemos estar más dispuestos a odiar y luchar que a resolver los conflictos a través del diálogo.
Sin embargo, ni siquiera eso justifica la explosión de odio que estamos viviendo.
En Google, la búsqueda de la palabra “odio” arroja 306 millones de resultados mientras compasión solo 2,8 millones. Y es que en realidad estamos confundiendo el odio con otros sentimientos, como la animadversión, el rechazo o la ira. Simplemente estamos odiando por encima de nuestras posibilidades.
Para contener el odio, hay que etiquetar bien cada emoción
A pesar de que los discursos que promueven el odio se imponen, ni siquiera Niccolò Maquiavelo consideraba que fuera una buena estrategia. Obviamente, vivir consumidos por el odio y el rencor tampoco es una buena idea.
Lo cierto es que existe mucha confusión sobre qué es el odio y, aunque no debemos ignorarlo ya que, a fin de cuentas, es una emoción con un mensaje que transmitirnos, es necesario comprender si realmente se trata de odio en su estado puro o si estamos malinterpretando lo que sentimos.
Comprender exactamente qué es el odio nos permitirá afinar nuestra granularidad emocional y evitar alimentar una emoción que, a la larga, no trae nada bueno, ni para quien la siente ni para el que la recibe, porque como escribiera Charles Darwin, “la aversión fácilmente se convierte en odio”.
En última instancia, conviene ser conscientes de que, como el odio nace de una amenaza percibida, a menudo es un intento de distraernos de sentimientos como la impotencia, la injusticia, la insuficiencia o la vergüenza. Por tanto, puede ser una distracción de alguna forma de dolor interior.
La persona consumida por el odio puede llegar a creer que la única manera de recuperar cierta sensación de control sobre su dolor es atacar preventivamente a los demás. De esa forma, cada momento de odio se convierte en un alivio temporal para su sufrimiento interior. Pero en realidad no es más que un parche que no soluciona el problema de base. Por tanto, quizá deberíamos preguntarnos: ¿nos están induciendo a odiar muy por encima de nuestras posibilidades?
Referencias Bibliográficas:
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