
Veinte años no es nada, decía Gardel en su canción pero… ¿y cuarenta?
Tengo una amiga que al preguntarle su edad responde inexorablemente: “quaranta più uno, quaranta più due…” y así continua inexorablemente, cada año, en su jocoso italiano. Finalmente el grupo de amigos ha decidido que está pasando por la crisis de los “cuarenta más uno”.
Sin embargo una amiga filósofa que me instó a escribir este artículo aunque ronda los cincuenta años me ha escrito una frase maravillosa que me tomo la libertad de transcribir: “estoy viva y quiero estarlo y sentirme bien con lo que hago y con lo que quiero hacer. En fin, es una manera de entender que la felicidad es posible y alcanzable aunque llegó para quedarse una enfermedad que se llama «sefuela» (juventud), pero no se ha ido la vida…”
Después de los cuarenta la persona comienza a experimentar una serie de cambios físicos, se percata que su cuerpo está variando y que no le responde con la misma agilidad y rapidez que en años anteriores. Quizás inicia cualquier problemilla de memoria y la creatividad no es la misma. Todos a su alrededor le niegan el rol de joven y lo encasillan en el rol del adulto que está iniciando su decadencia. Si se tienen hijos la diferencia se acentúa aún más por las discrepancias intergeneracionales.
Ante tantos cambios inevitables es normal que la persona se asuste y se plantee una pregunta: ¿cómo será mi vida a partir de ahora? En este preciso instante pueden aparecer tres actitudes: los que niegan su edad y pretenden mantener una juventud que ya se ha marchado, los que literalmente “se echan a morir” y pasan la mitad del tiempo lamentándose por lo que no pueden hacer o aquellos que asumen los cambios desde una perspectiva positiva intentando buscar los beneficios más allá de las transformaciones superficiales.
Para enfrentar los cambios provocados por el paso del tiempo son imprescindibles dos capacidades: la posibilidad de reestructurar el campo de acción aceptando los cambios como parte intrínseca del desarrollo y la posibilidad de generar sentidos de vida. Por supuesto, si la persona en su juventud ha sido extremadamente rígida en sus comportamientos y decisiones, difícilmente podrá asumir los nuevos retos que le plantea la edad desde una perspectiva amplia.
Entrar en la adultez tardía no implica simplemente aceptar los cambios y buscar la forma de reorganizarnos de manera que podamos disfrutar de todo aquello que continua siendo placentero sino que debe convertirse en un momento de reflexión que nos propiciará nuevos sentidos y formas diversas de comprender la vida. Esta nueva etapa no implica dejar de hacer aquellas cosas que nos apasionaban sino buscar nuevas formas para disfrutar de las mismas actividades y crearse nuevos intereses y planes: es la posibilidad de automotivarse y crecer como persona, ahora desde el conocimiento que nos brinda la experiencia.
La posibilidad de ser feliz está más al alcance de la mano de las personas entradas en años que de los jóvenes, o al menos así los aseguran las investigaciones psicológicas. Cuando pasamos los cuarenta deberíamos ser capaces de determinar qué es lo realmente importante para cada uno de nosotros brindándole un sentido diverso a nuestro entorno y a la vez aprenderíamos a ser más resilientes y a evitar las situaciones estresantes. No obstante, esto no sirve de nada si comprendemos y asumimos los cambios físicos y sociales como una etapa de declive y pérdida.
La vida a partir de los cuarenta nos pone nuevos retos que pueden resultarnos tan difíciles y complejos como lo fueron las nuevas situaciones a las que nos enfrentamos cuando éramos adolescentes. Salir airosos y aprender de cada vivencia es cuestión de actitud personal más que de edad.
Darle felicidad a la vida es una elección, independientemente de los años. Nunca es demasiado tarde si se tienen sueños, deseos y personas que nos brindan su apoyo. El camino, sin lugar a dudas, no es fácil, pero merece la pena.
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