Es lunes por la mañana. Tu hijo acaba de derramar la leche mientras intentaba servírsela. Corres al rescate, toalla en mano, para limpiar el desastre y servirle la leche mientras piensas: “¡Es más fácil si lo hago yo!”.
Es probable que esa escena te resulte familiar. Y también es probable que pienses que estás siendo un buen padre. Alerta de spoiler: es todo lo contrario. Aunque nos cueste reconocerlo, si resolvemos todos los problemas de nuestros hijos, es probable que nos convirtamos en el problema.
El síndrome del “padre rescatador”
La tendencia a sobrevolar constantemente sobre la cabeza de los hijos, supervisando todo lo que hacen tiene nombre: padre helicóptero. Pero si además de sobrevolar constantemente, decides aterrizar para “salvarlo” y ahorrarle todos los problemas, estás dando un paso más allá para convertirte en un “padre rescatador”.
El problema es que la vida real no es una película de superhéroes y tu hijo no necesita que lo rescates continuamente. Lo que necesita es que lo ayudes a desarrollar las habilidades adecuadas para lidiar con las dificultades y los contratiempos que irá encontrando a lo largo de su camino.
Cada vez que “rescatas” a tu hijo de un pequeño problema, simplemente porque tienes prisa o porque quieres ahorrarle el trabajo o la frustración, en realidad le estás robando la oportunidad de aprender y poner a prueba sus habilidades.
Sin embargo, te has preguntado qué ocurrirá cuando no estés ahí para resolverlo todo. En ese caso, es probable que el más mínimo contratiempo le parezca como escalar el Everest y que un fracaso se convierta en el fin del mundo en su mente.
El difícil arte de no intervenir cada dos por tres
Ser padre no es tarea fácil. Requiere una combinación de paciencia, amor y una habilidad especial para esconder el pánico detrás de una sonrisa alentadora. Sin embargo, a veces, con las mejores intenciones, los padres tienden a resolver todos los problemas de sus hijos, pensando que así les hacen la vida más sencilla y los protegen.
Lo hacen por amor. Obviamente. Nadie quiere ver a su hijo sufrir. Muchos piensan que el mundo ya es bastante duro como para sumarle tropiezos innecesarios. Pero ahí radica precisamente la paradoja: protegerlos de todo también es hacerles daño. Un niño que no es capaz de defenderse, es más probable que sea víctima de acoso escolar. Un niño que lo tiene todo al instante, se frustrará si tiene que esperar. Un niño al que no le permiten cometer errores, no sabrá corregirlos. Un niño que no se ha caído, simplemente no sabrá levantarse.
Además, hay una pequeña pero incómoda verdad que deberíamos admitir: a veces, como padres, nos gusta sentirnos indispensables. Nos gusta pensar que, sin nosotros, todo se vendría abajo. Pero lo cierto es que nuestra misión es enseñar a nuestros hijos a valerse por sí mismos, a caminar con sus propias piernas. Y eso significa dejar que, de vez en cuando, se derrame un poco de leche en el desayuno, la limpie y vuelva a intentarlo.
Por supuesto, no se trata de abandonarlos a su suerte, sino de ir desarrollando la autonomía, permitiendo que vayan afrontando los desafíos de la vida de acuerdo con su grado de madurez. En lugar de saltar a la acción inmediatamente, podrías hacerle preguntas que lo ayuden a reflexionar: ¿Cómo crees que podrías resolver esto? o ¿Qué aprendiste de lo que pasó?
Permitir que tus hijos encuentren sus propias soluciones puede ser incómodo al inicio, especialmente si implica tiempo o es una tarea compleja, pero las recompensas a largo plazo hacen que valga la pena porque estarás construyendo su resiliencia, algo que le servirá más adelante en la vida.
Recuerda: la crianza no es solo protección, también es preparar a tus hijos para que, un día, no te necesiten a cada paso que den. Y aunque a veces eso suena a una pérdida, en realidad es el mayor triunfo para cualquier padre. Porque a fin de cuentas, tu tarea es educar a una persona que sepa cómo gestionar los retos, las decepciones y, sí, también esos vasos rotos y la leche derramada por las mañanas cuando tienes prisa.
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