“Por favor, no apuntéis al cielo con vuestras armas […] No tengo miedo, no soy cobarde, haría todo por mi patria; pero no habléis tanto de cohetes atómicos, que sucede una cosa terrible: yo he besado poco”, escribió la poetisa Carilda Oliver Labra en 1962, cuando la Crisis de los Misiles convirtió a Cuba en una de las zonas más vulnerables para el estadillo de una conflagración nuclear.
Por supuesto, preferir los versos a las consignas no estaba bien visto, sobre todo en un momento en el que todo el mundo parecía dividirse en dos bloques antagónicos y beligerantes. Hoy esa situación se repite. El mundo se rompe y polariza, obligando a unos y otros a tomar partido. La diversidad de voces es cada vez menos visible mientras la discusión pública simplifica problemas complejos hasta el punto de convertirlos en un mero debate sobre la adhesión incondicional o el rechazo – también incondicional.
“Quien no está conmigo, está contra mí”. Esa es la palabra de orden que resuena por doquier, en uno y otro bando. En un escenario tan polarizado, no es extraño que quienes no se identifican con esos discursos extremos – y a veces también extremistas – hayan optado por callar para evitar la confrontación. Hablar de paz, serenidad y equidistancia simplemente vuelve a estar mal visto.
Una antigua fábula revela la importancia de la equidistancia y la serenidad para resolver los problemas
Una antigua fábula cuenta la historia de un hombre que tenía solo una posesión muy valiosa: un anillo que había heredado de su padre. Un día, se detuvo en la orilla del río para refrescarse, pero resbaló con una piedra y cayó al agua. El pobre hombre se llevó un gran susto, pero al ponerse de pie comprobó que había perdido su valioso anillo.
Inmediatamente se puso muy nervioso. Debía encontrar aquel anillo a como diera lugar. Comenzó a escarbar la arena del fondo con las manos, dando vueltas. Pero mientras más se afanaba, más se enturbiaba el agua debido a la arena que removía. El hombre no lograba encontrar el anillo, por lo que se esforzaba aún más en su búsqueda, levantando el lecho del río.
Un monje budista que había visto lo que ocurría desde la distancia, le pidió que se detuviera, pero el hombre no escuchaba nada. Estaba demasiado nervioso y frustrado. Solo podía pensar en su pérdida y disgusto. La ira crecía en su interior. La frustración lo consumía. Entonces el monje llegó a su lado, le tocó el hombro y le dijo: “¡Para, tranquilízate!”.
El hombre se tranquilizó y salió del río. A los pocos minutos, cuando la arena se depositó en el fondo y el agua se aclaró, pudo divisar el brillo de su anillo. Entonces lo recuperó serenamente y siguió su camino.
Esta antigua parábola nos demuestra el valor de la serenidad y la importancia de ser capaces de “salir” de los problemas para adoptar una mejor perspectiva que nos ayude a solucionarlos. De hecho, en Psicología, cuando una persona tiene un problema que la atormenta o un conflicto que necesita resolver, se le ayuda a adoptar una distancia psicológica.
Esa distancia sirve para aquietar las emociones que no le permiten ver con claridad lo que ocurre. Sirve para disipar la frustración y la ira dejando paso a una visión más equilibrada que le permita tomar la mejor decisión posible valorando las diferentes aristas del conflicto.
El valor denostado de la equidistancia
Equidistancia. Dícese de la igualdad de distancia entre dos puntos, seres o elementos. Del latín aequus, que significa “igual” y distantis, que significa “distancia”, no solo implica situarse a cierta distancia de dos puntos sino también asumir una posición privilegiada para analizar esas dos posiciones.
La equidistancia implica ser capaz de dominar las pasiones en un momento conflictivo para no creer ciegamente en ninguna de las dos posiciones, a menudo antagónicas y aparentemente irreconciliables, que se presentan como las únicas opciones posibles en un momento en el que nos sentimos atrapados, ya sea emocional o moralmente. La equidistancia es lo que nos permite vislumbrar la tercera vía, justo cuando creíamos que estábamos entre la espada y la pared.
Muchas veces esa equidistancia se confunde con desinterés, cobardía, incapacidad para comprometerse o ausencia de empatía. En realidad, es todo lo contrario, es un ejercicio de madurez y autodeterminación. La equidistancia es comprometerse con la libertad de decisión personal. Es permanecer firme ante los embates de uno u otro bando. Es no dejarse manipular. No caer en la tentación de pensar que existe un summum bonum en lucha con un summum malum.
La equidistancia es lo que nos permite conectar con nuestros valores más profundos y escuchar nuestra brújula interior para decidir qué camino tomar cuando el mundo se vuelve demasiado caótico. Es lo que nos impide convertirnos en soldados que luchan en uno u otro bando ciegamente convencidos de que poseen la verdad con mayúsculas. Es, en definitiva, lo que nos ayuda a formarnos una opinión propia e ir más allá de la polarización.
De hecho, la polarización que no conoce términos medios solo conduce al enfrentamiento y, por desgracia, este suele solucionarse imponiendo una opción sobre la otra, borrando todo lo que no coincida, acallando las opiniones divergentes, cancelando la cultura diversa, simplificando la riqueza humana. Por eso, cada llamado al posicionamiento incondicional reduce la posibilidad de crítica constructiva, diálogo y, en última instancia, acuerdo. Cada llamado a posicionarse suele conducir a un estrechamiento de miras y al odio, por lo que muchas veces provoca la muerte de los valores que se pretendían defender.
En cambio, la equidistancia favorece la concordia y el diálogo sincero, ese que surge de una visión del mundo más equilibrada y madura en la que no hay buenos ni malos sino tan solo intereses y necesidades que se deben poner en común. Es lo que permite aunar posturas sin caer en juicios de valor extremos. Es lo que nos permite abrirnos a la complejidad y aceptar al otro, con sus virtudes y defectos, así como el otro nos acepta a nosotros, con nuestras virtudes y defectos.
Y quizá, precisamente por todas esas virtudes, la equidistancia vuelve a ser tan denostada. Porque en tiempos revueltos no se buscan individuos equidistantes, sino militantes.
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