En una sociedad competitiva como la actual, debemos aprender a “vendernos bien”. De hecho, muchas de las personas más exitosas son precisamente aquellas que saben presentarse bajo la luz más favorecedora posible. Lo hacemos cuando preparamos nuestro currículo, acudimos a una entrevista de trabajo e incluso en el momento de conquistar a nuestra pareja.
Según Erich Fromm, esa tendencia surgió con la sociedad industrial y no ha hecho más que agudizarse a lo largo de las décadas, siendo las redes sociales su epítome. El hecho de que las personas se vean obligadas a competir continuamente – exaltando las cualidades deseables socialmente y escondiendo las otras – mientras se enfocan más en lo que tienen que en lo que son, ha dado lugar a un fenómeno que denominó personalidad mercantil.
¿Qué es la personalidad mercantil? La desaparición del “yo” auténtico
Por supuesto, todos queremos mostrar nuestra mejor versión al mundo. Ese deseo surge de nuestra necesidad de validación y aceptación. Pero existe una diferencia sustancial entre esforzarnos por dar lo mejor de nosotros y vender una imagen atractiva.
Fromm creía que la personalidad mercantil se produce cuando nos vemos como una mercancía, de manera que no percibimos nuestro valor como algo que podamos usar y disfrutar, sino que se convierte en un mero “valor de cambio”. Así terminamos transformándonos en una mercancía en “el mercado de personalidades”.
Es algo terrible porque significa que pensamos que nuestro valor intrínseco como persona no es suficiente para tener éxito en la sociedad en la que vivimos y necesitamos construir una imagen más vendible.
Entonces el éxito comienza a depender en gran parte de que sepamos vendernos bien en el mercado, de que podemos exhibir nuestras cualidades y capacidades presentándolas en un “paquete” atractivo. Solo así podremos ser “demandados”. Solo así podremos tener éxito.
Sin embargo, esa creencia aparentemente inocua termina cambiando la actitud hacia nosotros mismos porque no basta con “la capacidad y las facultades para desempeñar una tarea dada; para tener éxito se debe ser capaz de ‘imponer la personalidad’ en competencia con muchos otros.
“Si para ganarse la vida se pudiera depender de lo que se sabe y lo que se puede hacer, la autoestima sería proporcional a la propia capacidad, o sea, al valor de uso; pero como el éxito depende en gran medida de cómo se vende la personalidad, el individuo se concibe como una mercancía […] La persona no se preocupa por su vida y su felicidad, sino por convertirse en algo pignorable”, como escribiera Fromm.
Abrazar la personalidad mercantil conduce a la desaparición casi completa del “yo”. “La meta del carácter mercantil es la adaptación completa, ser deseable en todas las condiciones del mercado de personalidades”, explicaba Fromm. Por tanto, las personas se ven obligadas a cambiar constantemente sus valores, actitudes y opiniones siguiendo el principio: “yo soy como tú me deseas”, lo cual implica un sometimiento casi total a las normas del mercado.
No obstante, el hecho de que desaparezcan las personalidades auténticas no elimina el ego. Al contrario, en el mercado de las personalidades abundan los grandes egos. El problema es que esos egos carecen de un núcleo, un sentido de identidad que hilvane su historia vital y apuntale sus decisiones.
De hecho, Fromm afirmaba que “la ‘crisis de identidad’ de la sociedad moderna es en realidad la crisis producida por el hecho de que sus miembros se han vuelto instrumentos sin ‘yo’, cuya identidad descansa en su participación en las empresas (o en las burocracias gigantescas)”. Somos en la medida en que tenemos éxito y nuestro ego depende de ello mientras nos olvidamos de nuestra esencia.
La asepsia emocional que impide establecer vínculos profundos
Otro efecto colateral de la personalidad mercantil es la asepsia emocional. “El carácter mercantil no ama ni odia”, como indicara Fromm. Estas emociones no encajan en una estructura que debe ser eminentemente funcional y productiva.
De hecho, son obstáculos para lograr la meta principal del carácter mercantil: vender y cambiar. O como apuntara este psicólogo, “funcionar de acuerdo con la lógica de la ‘mega maquinaria’ de la que forman parte, sin formular preguntas, excepto si sirven para ascender”.
“Las personalidades mercantiles no sienten un afecto profundo por sí mismas ni por los demás, no les importa nada, en el sentido profundo de la palabra, y no porque sean egoístas, sino porque sus relaciones con los demás y con ellos mismos son muy débiles”, explicó Fromm.
Eso explica la pérdida de empatía actual, la apatía hacia los desastres humanitarios e incluso la sordera ante el riesgo de una catástrofe nuclear o ecológica. “La falta de preocupación en estos niveles es resultado de la pérdida de todo vínculo emocional, hasta con los seres más ‘cercanos’ a ellos”, una idea que encuentra eco en el concepto de las relaciones líquidas que imperan en nuestros tiempos, según Zygmunt Bauman.
El problema no es que la personalidad mercantil pueda volvernos egoístas o narcisistas – aunque también tiene ese poder – sino que nos distancia tanto de nosotros mismos que somos incapaces de acercarnos realmente a los demás. Si no somos capaces de sintonizar con nosotros, ¿cómo vamos a sintonizar con los demás? Nos volvemos incapaces de establecer ese profundo vínculo emocional que se produce cuando dos almas auténticas se tocan.
La personalidad mercantil de la que nos alertaba Fromm es una especie de carácter alienado: “las personas están enajenadas de su trabajo, de sí mismas, de los demás seres humanos y de la naturaleza”, explicó.
En ese contexto, las emociones no son más que tormentas pasajeras que no provocan un cambio auténtico ni generan una conexión. Son más reacciones protozoarias que semillas en las que puedan germinar sentimientos profundos porque nacen y mueren en el terreno de la indiferencia, en la prisa por vendernos mejor al mejor postor y conseguir el éxito pasajero que impone la sociedad. Aunque el precio sea alto: perder nuestra identidad en el camino.
Fuente:
Fromm, E. (2001) Avere o essere? Mondadori: Milano.
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