Los niños no vienen con un manual de instrucciones bajo el brazo. Y en caso de que vinieran con uno, sería tan enciclopédico que no bastaría una vida para leérselo porque la crianza trae asociados muchísimos retos. Uno de los desafíos más complejos es educar a los niños sin caer en la sobreprotección parental: encontrar el equilibrio ideal entre el control y la libertad, la protección y la autonomía, para acompañarlos a lo largo de su desarrollo.
Por supuesto, a ningún padre le gusta ver sufrir a sus hijos. Por eso muchas veces los protegen para que no se hagan daño e intentan evitar que se expongan a situaciones que generan frustración o tristeza. Es comprensible, pero en muchas ocasiones se les protege en exceso cuando lo que necesitan es más libertad para explorar, de manera que se les termina negando la posibilidad de vivir experiencias que les permitan desarrollar los recursos psicológicos necesarios para lidiar con las emociones negativas, los conflictos y la adversidad. Al mantenerlos en burbujas de cristal se les impide vivir y prepararse para la vida, que antes o después, golpea a todos.
¿Qué es la sobreprotección – y qué no es?
La sobreprotección no es simplemente un exceso de protección, sino más bien una protección mal aportada. De hecho, es importante que los padres no confundan la protección con la sobreprotección.
Todos los niños necesitan ser protegidos. Es una necesidad básica, tanto a nivel físico como emocional. Los niños no son plenamente conscientes de los peligros que los acechan, por lo que es necesario que los padres establezcan ciertos límites que los mantengan a salvo, tanto de hacerse daño físicamente como de sufrir traumas psicológicos que les marquen de por vida.
Sin embargo, muchos padres exageran esa protección. La principal diferencia entre la sobreprotección parental y la protección exagerada consiste en el motivo que se encuentra en la base de dicho comportamiento.
Las madres y padres que protegen mucho a sus hijos simplemente son desconfiados y/o excesivamente precavidos. Creen que su hijo se puede lastimar y por eso lo protegen, pero no llegan a hacer las cosas en su lugar y le brindan cierta libertad. De hecho, por mucha desconfianza o preocupación que tengan, estos padres van cediendo terreno poco a poco para que el niño explore por su cuenta y se ponga a prueba.
En cambio, la sobreprotección parental no es una simple prudencia sino que implica un estilo de crianza basado por completo en el miedo. El padre sobreprotector o la madre sobreprotectora experimenta un auténtico terror ante la perspectiva de que pueda pasarle algo a su hijo, de manera que le niega la libertad y la autonomía que necesita.
De hecho, los padres sobreprotectores suelen ser permisivos, poco o nada exigentes con sus hijos en casa, y tienden a hacerles todo, convirtiéndose en lo que conocemos como “padres helicóptero”. Sobrevuelan constantemente sobre sus hijos supervisando qué hacen y anticipándose a sus problemas para resolverlos en su lugar.
Los padres sobreprotectores se protegen a sí mismos
La sobreprotección parental implica una proyección de los miedos de los padres sobre el niño, lo cual termina coartando su desarrollo y autonomía. En realidad, los padres sobreprotectores no conectan con las necesidades de su hijo. No toman nota de que el niño va creciendo y necesita más libertad porque anteponen su imperiosa necesidad de seguridad.
De hecho, aunque parece que la sobreprotección parental “protege” al niño, en verdad es un mecanismo de protección para los padres. Estos padres protegen a su hijo, haciendo oídos sordos a sus necesidades de autonomía, porque no quieran afrontar sus miedos e inseguridades. Así terminan limitando la vida de sus hijos para sentirse más seguros ellos mismos.
Por ejemplo, un padre que protege mucho a su hijo dirá: “si te subes al árbol, puedes hacerte daño” mientras que un padre sobreprotector dirá: “si subes al árbol y te caes, me darás un disgusto”. Existe un cambio sutil pero importante en la manera de expresar la preocupación que revela un egocentrismo en el estilo de crianza.
En el primer caso, el niño comprende que, si no tiene cuidado, puede hacerse daño y le dolerá. En el segundo caso capta el mensaje de que debe renunciar a lo que quiere hacer para calmar los miedos y las ansiedades de sus padres. De hecho, no es raro que los niños sobreprotegidos terminen convirtiéndose en hijos ancla.
La difícil misión de superar los miedos que alimentan la sobreprotección
La sobreprotección parental no protege tanto a los niños como se suele pensar, más bien genera desprotección, inseguridad y desconfianza porque arrebata a los pequeños la posibilidad de poner a prueba sus habilidades en muchos ámbitos de la vida, lo cual es esencial para desarrollar una autoestima sana y confiar en uno mismo.
Como resultado, el estilo parental sobreprotector suele dar pie a niños con una baja autoestima, escasa responsabilidad, ausencia de pensamiento crítico y pobre gestión emocional. Se trata de niños dependientes que suelen desarrollar miedos y ansiedades, además de tener una baja tolerancia a la frustración y la tendencia a percibir a los demás y el mundo como un lugar peligroso que no conviene explorar. Esa sobreprotección incluso los convierte en víctimas fáciles del acoso escolar.
Por lo tanto, los padres que quieran preparar verdaderamente a sus hijos para la vida, primero deben ser conscientes de sus miedos. Criar a un hijo también implica educarse a uno mismo. Implica superar los propios temores para ofrecer la estabilidad emocional necesaria. Por tanto, es fundamental lograr un equilibrio entre la protección que todo niño necesita para sentirse seguro y la autonomía imprescindible para que se divierta, explore y se convierta en la persona que quiera ser.
Carlos dice
Un ejemplo de sobreprotección paternal es que el padre exija a sus hijos obtener calificaciones de apreciación excelente y que de lo contrario «se atendrán a las consecuencias» (lo cual supone un castigo). Lo más lógico es alentar a que el niño se proponga obtener el excelente y no que se lo estén exigiendo y para ello debe haber un factor que lo motive. Jamás esas cosas se deben imponer a la fuerza o «porque yo lo digo».