Los culpables de los asesinatos son los asesinos. Los culpables de las violaciones son los violadores. Los culpables de los robos son los ladrones. Es una obviedad. Pero a veces los límites se difuminan y se cae en el terreno pantanoso de culpar la víctima.
El nivel de culpa, obviamente, varía. Culpar a la víctima adquiere varias dimensiones y tiene múltiples matices. Hay quienes ponen toda la responsabilidad de lo acaecido en la víctima y aquellos que solo le confieren una mínima parte de la culpa. Hay quienes piensan que la víctima pudo actuar de otra manera para evitar la agresión, como si hubiera tenido una bola de cristal para predecir lo que iba a pasar.
Obviamente, no siempre se puede culpar a la víctima explícitamente realizando afirmaciones contundentes sobre su responsabilidad en los hechos ya que la sociedad suele condenar ese tipo de posiciones. En esos casos, las personas recurren a estrategias de culpabilización más sutiles, como demostró un estudio realizado en la Brock University, atribuyendo el acto a comportamientos que las víctimas pueden controlar; lo que se conoce como “causas de alto control”. Entonces hay quienes culpan a la víctima por su supuesta “imprudencia” y quienes la culpan por su ingenuidad.
¿Por qué culpamos a las víctimas en vez de apoyarlas?
La tendencia a culpar a la víctima muchas veces se origina en la creencia de un mundo justo. De hecho, se ha constatado que la creencia en un mundo justo puede convertirnos en personas más insensibles ante el sufrimiento de los demás.
A pesar de que la justicia no existe en el mundo animal ni en la naturaleza, creemos que el mundo y lo que nos ocurre obedece a ciertas leyes de justicia universal. Todos albergamos la idea inconsciente de que las personas se merecen lo que les ocurre – tanto lo bueno como lo malo. Pensar que cosas horribles le ocurren a buenas personas pone en entredicho esa creencia y nos genera una gran desazón.
Para evitar la disonancia cognitiva, preferimos buscar una explicación alternativa, encontrar un significado lógico a lo acaecido, preferentemente que sea reconfortante y encaje en nuestra visión de ese mundo justo. Preferimos no pensar que algunas cosas ocurren por un azar nefasto y buscamos un motivo que satisfaga nuestra creencia de que las cosas malas, de cierta forma, son una especie de castigo.
Si pensáramos que el mundo es un sitio caótico e injusto, tendríamos que admitir la posibilidad de que cualquiera pueda ser víctima de una tragedia. Nuestros padres, nuestros hijos, nuestra pareja o uno mismo. Creer en esa justicia universal alimenta una ilusoria sensación de seguridad. Nos ayuda a pensar que a nosotros no nos pasarán esas cosas terribles, porque sabemos tomar las medidas adecuadas, somos más listos o más precavidos.
Por ejemplo, podemos pensar: “si no hubiera sacado la cartera, no se la habrían arrancado de las manos”, “si hubiera elegido una calle más segura, no la habrían asaltado” o “si hubiera instalado una alarma, no le habrían robado en casa”.
Culpar a la víctima nos hace sentir más seguros porque creemos que controlamos la situación. Nos transmite la convicción de que, si no actuamos de la misma manera o no somos así, no nos pasará lo mismo. Por esa razón, solemos pensar que la responsabilidad es de quien ha sufrido la agresión.
A fin de cuentas, todo se reduce a la idea de que si hacemos “lo correcto”, estaremos seguros. Por tanto, cuando culpamos a la víctima en realidad lo que hacemos es buscar seguridad en un mundo que percibimos inconscientemente como demasiado caótico, hostil o injusto.
El dolor que causa la revictimización
Lo peor de todo es que cuanto más brutal sea el hecho, mayor será la tendencia a culpar a la víctima porque más necesitamos buscar respuestas y sentirnos seguros. De hecho, un estudio realizado en la Franklin Pierce University reveló que los sentimientos de impotencia e indefensión en las mujeres suelen acrecentar el fenómeno de culpabilización de las víctimas de agresiones sexuales.
Sin darnos cuenta, este tipo de pensamientos inculpatorios, sobre todo cuando se comparten públicamente, son otra forma de responsabilizar a la víctima. Por tanto, se convierten en un segundo acto de violencia.
De hecho, poner en duda el delito o la dimensión del daño a menudo es un impedimento para la sanación. Una sociedad que culpa a quien ha sufrido, revictimiza a esa persona una y otra vez, por lo que es más difícil que pueda superar la situación traumática.
Esa revictimización también evita que miles de personas denuncien los abusos que han sufrido o ni siquiera se atreva a contárselo a los más cercanos ya que no sabe si encontrará el apoyo y la validación emocional que necesita. Por eso muchas personas sufren en silencio sus traumas psicológicos.
Cuando se culpa a la víctima, no solo se invalidan sus emociones sino también sus experiencias justo en uno de los momentos de mayor vulnerabilidad y cuando más apoyo necesita. Poner el foco en la víctima no solo desvía la acusación culposa del agresor, sino que incluso puede hacer dudar a la víctima de sí misma y asumir que la culpa fue suya. Así, sin pretenderlo, podemos terminar justificando lo injustificable.
No obstante, lo más terrible que le puede pasar a quien ha sufrido una agresión es sentirse juzgado, criticado, culpado e invalidado. Por eso, todos, sin excepción, debemos cuestionarnos nuestras motivaciones y prestar más atención a nuestras palabras, para asegurarnos de no generar más dolor y, en su lugar, convertirnos en ese refugio seguro que necesitan las víctimas.
Fuentes:
Hafer, C. L. et. Al. (2019) Experimental evidence of subtle victim blame in the absence of explicit blame. PLoS One; 14(12): e0227229.
Gravelin, C. et. Al. (2017) The impact of power and powerlessness on blaming the victim of sexual assault. Group Processes & Intergroup Relations; 22(1): 10.1177.
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