Morir lentamente, bajo la vista de todos y en una de las calles más concurridas del mundo sin que nadie haga nada para socorrernos es posible. Fue lo que le sucedió al fotógrafo René Robert. Cayó en la rue Turbigo, en el centro de París, y no pudo levantarse.
El tiempo pasó. Los transeúntes lo evitaron. Otros fingieron que no estaba allí, tirado en el suelo. Otros pensaron que estaba borracho. Otros ni siquiera lo notaron. Sin embargo, la noche avanzó y el frío con ella. Tres horas después de la caída, la gente seguía yendo y viniendo de los bares en una de las zonas más animadas de la ciudad, pero nadie le prestó atención. Nadie se detuvo.
Finalmente, a las 6:30 de la mañana llegaron los bomberos acudiendo a la llamada de un vagabundo, que se había preocupado por el estado del anciano. Era demasiado tarde. Tras nueve horas tirado en la calle sin recibir ayuda, Robert murió por hipotermia – o más bien por la indiferencia social, por la indolencia de todos.
Aquel vagabundo quizá no tenía morada fija, pero tenía un corazón bien fijado en el pecho, como escribió el filósofo Damien Le Guay. Era alguien que no miró con desdén, sino que supo ver. En cambio, el resto de los transeúntes se limitó a hacer lo que hace cada día: clavar la mirada en sus móviles, correr con prisa a alguna parte y desviar la mirada para enajenarse del drama humano que se desenvuelve a su alrededor.
En Psicología, eso tiene un nombre: efecto espectador. En 1964, una mujer fue asesinada mientras 38 personas eran testigos del ataque, pero no hicieron nada para detenerlo. La noticia impactó tanto a los psicólogos J. Darley y B. Latané que realizaron un experimento en el que una persona fingía tener un ataque epiléptico. Comprobaron que cuando se formaban grupos, solo el 31% de las personas acudían en su ayuda, el resto permanecía impasible asumiendo que los demás se encargarían.
Hoy, es probable que ese número sea aún menor y que prácticamente se reduzca a cero cuando se trata de ayudar a las personas que “escupe” la sociedad, los marginados, los “nadie”. A fin de cuentas, a la pobreza no se la mira a los ojos, se ignora. Porque, en el fondo, nos asusta el reflejo que nos devuelve. Nos asusta pensar que esa persona podríamos ser nosotros. Nos asusta constatar que vivimos en una sociedad que lo permite. Por eso preferimos no pensar. No mirar. Para exorcizar esos miedos inconscientes. Y así, sin darnos cuenta, nos instalamos en la indiferencia. Es más fácil.
Aquel 20 de enero le tocó a un fotógrafo reconocido, pero cada año mueren 600 personas en las calles de Francia, una realidad que se repite en las ciudades de todo el mundo. Vivimos en una sociedad en la que parece que la solidaridad es cosa de todos, pero no de cada uno de nosotros. El individualismo avanza mientras la convivencia retrocede. La empatía cede el paso al egoísmo. La humanidad se deshumaniza mientras ensalza discursos vacíos llenos de palabras rimbombantes que hacen referencia a conceptos lejanos.
Sin embargo, el objetivo no es apuntar el dedo acusador sobre todos aquellos que no hicieron nada. Es demasiado fácil criticar a posteriori y creemos superiores. El objetivo tampoco es preguntarnos qué habríamos hecho nosotros. Porque no lo sabemos. Ni lo podremos saber. Quizá habríamos pasado de largo sin preocuparnos. O quizá no. Ahora, poco importa.
Lo que realmente importa es preguntarnos qué vamos a hacer a partir de este momento. ¿Realmente nos cuesta tanto detenernos un segundo para preguntarle a una persona si está bien? ¿Realmente nos cuesta tanto llamar a emergencias cuando nos pasamos todo el día enviando mensajes por el móvil? Un acto de solidaridad y empatía cuesta poco, pero vale mucho.
Todos, nuestros abuelos, nuestros padres o incluso nosotros mismos, podríamos haber sido aquel anciano fotógrafo muriendo de frío en medio de la calle. Y en ese caso, nos habría gustado que alguien se detuviera.
Fuente:
Darley, J. M. & Latané, B. (1968) Bystander intervention in emergencies: Diffusion of responsibility. Journal of Personality and Social Psychology; 8: 377-383.
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