A finales del siglo XIX, en Estados Unidos surgió una moda un poco extraña. Los neoyorkinos comenzaron a asistir regularmente a los “Don’t Worry Clubs”, sitios donde se animaban unos a otros a ver el lado bueno de la vida. Su fundador, Theodore Seward, pensaba que los estadounidenses se habían vuelto “esclavos del hábito de preocuparse” y consideraba que las preocupaciones eran el “mayor enemigo de la felicidad”. Por tanto, era necesario atacarlas con decisión para alcanzar “la emancipación espiritual”.
Más tarde, a inicios de del siglo XX, el psicólogo William James notó que las personas habían desarrollado una especie de “religión de la mentalidad sana” con el objetivo de alejar todos los pensamientos y sentimientos negativos. Querían exorcizar la negatividad y el malestar a toda costa, a menudo cerrando los ojos ante lo indeseado. Sin embargo, esa especie de ignorancia motivada conducía, inevitablemente, a un autoengaño deliberado, que no era precisamente el mejor camino para solucionar los problemas.
Hoy, en pleno siglo XXI, parece como si gran parte del mundo se hubiese sumergido en un “Don’t Worry Club” gigantesco. Los libros, revistas, programas de televisión, redes sociales y gurús describen con frecuencia los peligros del estrés y la importancia de mantenerse positivos. Todos parten de un común denominador: asumen que las preocupaciones y el estrés son inherentemente malos y dañinos.
Sin embargo, no es así – o al menos no siempre.
Una reacción, dos interpretaciones
Imagina por un segundo que tienes que acudir a una entrevista de trabajo o defender un proyecto importante. Bajo presión, casi todos reaccionamos de la misma manera: el pulso se acelera y la respiración se vuelve más superficial.
Sin embargo, si pensamos que el estrés es negativo, es probable que nos preocupemos por esas reacciones. Tomaremos nota de que estamos nerviosos. Comenzaremos a sentirnos estresados por estar estresados. Caeremos en ese bucle y probablemente nuestro desempeño se resentirá.
En cambio, podríamos comprender esos “síntomas” en una mera “excitación fisiológica” que nos ayude a afrontar mejor el desafío que tenemos por delante. A fin de cuentas, el pulso acelerado solo es una señal de que se ha activado la circulación para que nuestro cuerpo pueda responder mejor y la respiración más rápida oxigena los pulmones preparándonos para el desafío.
En ese caso, en vez de preocuparnos por lo que estamos experimentando, lo aceptamos sabiendo que es una respuesta perfectamente natural de nuestro organismo y nuestro cerebro. Una respuesta que, bien utilizada, podría mejorar nuestro rendimiento.
Todo depende del cristal con que se mire
No reaccionamos únicamente ante la realidad, nuestra reacción también depende de la interpretación de los acontecimientos. Por eso, no debe sorprendernos que cada vez más investigaciones apunten que nuestras creencias sobre lo que experimentamos – más que la reacción en sí misma – determinan sus efectos sobre nuestra mente y cuerpo. O sea, no nos afecta solo lo que nos pasa o cómo reaccionamos ante ello, sino también las ideas preconcebidas que tenemos sobre lo que nos está ocurriendo.
Psicólogos de la Universidad de Rochester comprobaron que, cuando animaban a las personas a interpretar las señales del estrés en términos de beneficios funcionales, no solo disminuía su nivel de tensión y ansiedad, sino que también mejoraba su estado de ánimo, se calmaba su sistema neuroendocrino y aumentaba el desempeño, obteniendo mejores resultados en las tareas. Eso significa que la manera de percibir, etiquetar y analizar lo que nos ocurre influye en cómo reaccionamos y gestionamos la situación.
Otro estudio llevado a cabo en la Universidad de Stanford constató que, cuando nos enfrentamos a una situación potencialmente desagradable, si creemos que el estés es beneficioso, seremos más propensos a notar las cosas positivas de nuestro entorno y más proactivos a la hora de buscar soluciones.
En cambio, si consideramos que el estrés es perjudicial, nuestro sistema de alarma se activará y buscaremos signos de amenaza y hostilidad en todas partes, lo cual acrecentará aún más ese nivel de distrés. También disminuirá nuestra capacidad para buscar soluciones constructivas pues es más probable que se produzca un secuestro emocional y seamos más propensos a activar reacciones básicas de ataque o huida.
Las creencias negativas sobre el estrés y las preocupaciones que generan nos sumergen en una especie de círculo vicioso que nos empuja cada vez más hacia el fondo, generando un bucle de pensamientos catastróficos. Como resultado, el cuerpo y el cerebro comienzan a reaccionar como si estuvieran ante un peligro real y nos empujan a ver enemigos y riesgos donde no los hay.
Nuestras creencias sobre el estrés incluso pueden modificar las respuestas fisiológicas ante situaciones estresantes. Cuando investigadores de la Universidad de Yale mostraron a las personas que el estrés podía mejorar su desempeño y contribuir al crecimiento personal, su nivel de cortisol disminuyó lo suficiente como para mantenerlas alerta, pero sin desencadenar un estado de pánico.
Romper el bucle
La ciencia nos demuestra que, si empezamos a ver esas reacciones como una fuente potencial de energía y motivación, podemos romper ese ciclo. Por supuesto, el estrés no siempre es positivo. Los efectos de la ansiedad en el cerebro y nuestro bienestar pueden ser devastadores, pero solo cuando se trata de una situación sostenida a lo largo del tiempo. Y de nosotros depende cortar por lo sano.
Cambiar nuestras creencias sobre el estrés no es fácil. La cultura occidental y la popularización de la Psicología Positiva nos enseña a preocuparnos por estar estresados, un hábito que se ha arraigado profundamente en muchas personas. Sin embargo, el cambio es posible.
De hecho, la idea no es “resistir” a como dé lugar. No se trata de soportar cargas de trabajo extenuantes con una mentalidad positiva o someterse a una relación tóxica intentando encontrar su lado bueno. Luchar para sobrellevar una situación insostenible puede ser el camino más directo al desastre.
En realidad, se trata de aprender a diferenciar entre distrés y eustrés. Se trata de no interpretar a priori de manera negativa lo que nos pasa porque incluso las emociones más desagradables o las sensaciones más incómodas tienen un mensaje importantes y son útiles. Se trata, por consiguiente, de dejar de preocuparnos tanto por estar estresados para evitar empeorar aún más las cosas. Se trata, en definitiva, de aprender a fluir más y preocuparnos menos. Nuestro equilibrio mental nos lo agradecerá.
Referencias Bibliográficas:
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Jamieson, J. P. et. Al. (2018) Optimizing stress responses with reappraisal and mindset interventions: an integrated model. Anxiety, Stress, & Coping; 31(3): 245-261.
Crum, A. J. et. Al. (2013) Rethinking stress: The role of mindsets in determining the stress response. Journal of Personality and Social Psychology; 104(4): 716–733.
Pawelski, J. O. (2002) William James, Positive Psychology, and Healthy-Mindedness. The Journal of Speculative Philosophy; 17(1): 53-67.
(1898) The don’t worry movement: Its Father, Theodore Frelinghuysen Seward, Speaks of Its Principles. En: The New York Times.
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