
¿Somos capaces de distinguir las personas sanas de las insanas en el interior de un hospital psiquiátrico? Probablemente todos piensen que si pero… un curioso experimento desarrollado en la Universidad de Stanford en el ya lejano 1973 nos afirma que esta tarea no es tan sencilla como podemos imaginar ya que los hospitales psiquiátricos imponen un ambiente especial en el cual los significados de los comportamientos pueden ser fácilmente malinterpretados. La despersonalización, la segregación, la falta de poder, la etiquetación e incluso en algunos casos, la humillación; pueden crear un ambiente antiterapéutico para los pacientes hospitalizados.
El experimento que hoy les traigo a colación se centra en cuestionar la validez de los diagnósticos psiquiátricos; fue realizado por David Rosenhan y tuvo un amplio impacto en el cómo se comprendían las instituciones psiquiátricas y los diagnósticos.
Este estudio constó de dos partes. En la primera fase el propio Rosenhan y algunos colaboradores (todos sanos, también llamados: “pseudopacientes”) simularon alucinaciones auditivas en el intento de ser admitidos en 12 centros psiquiátricos diferentes ubicados en diversos estados de los EUA (evidentemente, estos centros no habían sido informados del experimento).
Todos fueron admitidos y diagnosticados con desórdenes psiquiátricos aunque no tenían historia de enfermedad mental anterior. Después de la admisión los pseudopacientes conversaron con el equipo médico y afirmaron que no habían experimentado más alucinanciones y se sentían bien. Asombrosamente el equipo médico solo detectó a un pseudopaciente mientras que el resto pasó días internados pues se les seguían achacando síntomas de enfermedad mental. Para ser liberados, todos fueron “forzados” a admitir la supuesta enfermedad mental con la cual se les diagnosticó y a tomar drogas antipsicóticas.
Aunque por motivos evidentes estas personas asumieron pseudónimos, posteriormente, el resto de la información sobre su historia familiar y sus propias vidas proporcionadas a los psiquiatras era totalmente fidedigna. La única mentira consistió en afirmar que escuchaban una voz del mismo sexo que en ocasiones pronunciaba palabras como: “vacío”, “hueco”, “golpe”… pero nada más. Estas palabras fueron interpretadas por los psiquiatras en la primera entrevista como la expresión de una crisis existencial; no obstante, aunque cada pseudopaciente fue catalogado bajo las etiquetas: “actúa normalmente”, “no reporta escuchar más voces” y “se muestran cooperativos”, fueron admitidos al interno de la institución.
Once de las personas fueron diagnosticadas con esquizofrenia y un caso fue etiquetado bajo psicosis maniaco-depresiva (el diagnóstico más optimista, que por demas fue dado en un hospital privado). Los pacientes fueron retenidos como mínimo siete días hasta el caso extremo de una retención durante 52 días. Todos fueron dados de alta con el diagnóstico de “esquizofrenia en remisión”; lo cual muestra el estigma que los mismos psiquiatras tenían en relación con las enfermedades mentales y su carácter irreversible.
Lo curioso es que, aunque ninguna persona del equipo médico se percató que los pseudopacientes eran impostores, algunos pacientes psiquiátricos si los detectaron. ¡Asombroso! Para ser más exactos, en la primera de las tres hospitalizaciones que vivenciaron los experimentadores, 35 de 118 enfermos mostraron sus sospechas de que los pseudopacientes podrían ser investigadores o periodistas que investigaban al interno del hospital.
Otro dato interesante es que muchas de nuestras conductas aparentemente normales, cuando se observan dentro de un marco psiquiátrico que busca validar un diagnóstico, pueden ser comprendidas como patológicas. Tal es el caso de un pseudopaciente que tomaba notas y este comportamiento fue considerado como una expresión comportamental de la esquizofrenia.
Rosenhan y el resto de los colaboradores reportaron experiencias de despersonalización, invasiones severas de la privacidad y gran aburrimiento en el periodo de internamiento. A esto contribuía el hecho de que eran continuamente vigilados por el equipo médico, aún cuando realizaban sus necesidades fisiológicas y a que en muchas ocasiones se hablaba de sus casos delante de ellos mismos cual si no estuviesen presentes. El contacto con los médicos se limitaba a 6.8 minutos diarios.
En la segunda parte del experimento se le pidió a un equipo de psiquiatras que detectaran pacientes falsos (que realmente no existían) al interno de su institución psiquiátrica. Cuando se desarrolló este experimento ya se conocían lo resultados de la investigación anterior por lo que muchos psiquiatras se mostraron dispuestos a participar presuponiendo que ellos no se equivocarían en detectar las personas sanas de las enfermas. Rosenhan les advirtió que durante los tres meses posteriores algunas personas intentarían ganar la admisión al hospital. De más está decir que el equipo médico sospechaba de cada caso nuevo que aparecía. De un total de 193 pacientes, 41 fueron considerados impostores y 42 más fueron etiquetados “bajo sospecha”. Realmente Rosenhan no había enviado a ningún supuesto paciente por lo cual, todos aquellos casos eran reales.
Posteriormente, otras investigaciones de corte similar se han venido realizando; una conclusión es evidente: en las instituciones psiquiátricas se hace particularmente difícil distinguir las personas sanas de las enfermas.
Lo cierto es que más allá de los argumentos metodológicos y razonables que puedan esgrimirse en pro y en contra de este experimento; los psiquiatras y el resto del equipo médico en ocasiones no pueden despojarse de las presuposiciones y etiquetaciones. En palabras sencillas: cuando una persona entra a un centro psiquiátrico, todo su comportamiento es analizado bajo la intención de hallar signos patológicos; sumándole el hecho de que el entorno en el cual se inserta, sin lugar a dudas tiene una repercusión en sus formas de sentir y comportarse.
No obstante, considero que la enseñanza fundamental que debemos extraer de esta curiosa investigación se centra en el hecho de que debemos ser particularmente sensibles ante la enfermedad mental y aprender a enfrentarla bajo perspectivas menos prejuiciadas. Asumir de una vez y por todas que aunque exista un nombre etiquetante para cada patología; más que trastornos, síntomas o enfermedades, lidiamos con personas.
Fuente:
Rosenhan, D. L. (1973) On Being Sane in Insane Places. Science; 179(4070): 250-258.
Otros casos e investigaciones interesantes y curiosas pueden hallarse en: Psicologia Curiosa.
Anónimo dice
Muy interesante el post. Es verdad que cuando se intenta patologizar no hay forma de evadir las ideas preconcebidas.
Gracias por compartir la informacion.
Malu
Jorge Mux dice
De verdad, asombroso.
Muchos saludos.
Jennifer Delgado Suarez dice
Gracias a ambos, recientemente descubrí esta investigación y me resultó tan interesante como a ustedes así que pensé compartirla.
Si hay algo que me motiva más que los últimos descubrimientos en materia de psicologia, es la historia de la ciencia pues creo que para comprender porque somos como somos, debemos conocer cómo fuimos en otros momentos históricos y esta investigación nos pone frente a frente con nuestros estereotipos y las ideas preconcebidas.
Gracias por pasarse y dejar sus ideas, Un saludo cordial
José Luis Gonzalo Marrodán. dice
Hola, Jennifer:
Súper interesante y, nunca mejor dicho ¡alucinante! Me ha encantado. Y estoy contigo en la conclusión final: tratamos y nos relacionamos con personas no con etiquetas diagnósticas. Y no sólo en el caso de las enfermedades más severas sino también en el etiquetaje al cual se le somete a los niños, condicionando enormemente sus posibilidades futuras. No puede ser que estén llegando padres a las consultas diciendo que su hijo tiene trastorno bipolar porque se lo ha dicho un/a psiquiatra (o psicólogo/a, me es lo mismo)cuando esta categoría diagnóstica no se contempla en la infancia. No se puede ser tan demoledor desde edades tan tempranas. Y cuando un diagnóstico sea pertinente hay que ser capaz de hacerlo descriptivo (qué le pasa a la persona, qué siente, cómo reacciona…)y no colgar cartelitos a nadie. Saludos y enhorabuena. José Luis
Noble dice
Muy buena historia, nos da mucho para pensar. Todos estamos presos de una forma u otra por los estereotipos. Mala cosa esa.
Un saludo
Jennifer Delgado Suarez dice
Jose Luis, creo que has tocado un tema neurálgico: la rapidez con la cual muchos psicólogos y psiquiatras brindan un trastorno a los niños sin percatarse que ésta podría ser una etiqueta que cargarán por toda la vida. Eso sin hablar de que en muchas ocasiones se diagnostican trastornos que ni siquiera son adecuados para la edad.
En fin, aunque soy una apasionada del proceso diagnóstico, creo que nunca debemos perder de vista que tratamos con personas, no con enfermedades.
Un saludo y gracias como siempre por pasarte y dejarnos tus reflexiones.
Anónimo dice
Genial! Muy buena la forma en la cual nos has resumido esta interesantisima investigacion.
Anónimo dice
Me ha tocado mucho el artículo porque yo estuve internada y todavía no sé si realmente me hacía falta o no.
Salí mejor que entré que ya es algo, pero como bien dices, el aburrimiento, el poco contacto con los médicos y el ambiente es más importante que tu propia experiencia.
Jennifer Delgado Suarez dice
Anónimo, en un curso hice mis prácticas en un hospital psiquiátrico, una de las primeras cosas que me pregunté es si todos los que estaban verdaderamente necesitaban el internamiento.
Lo que si pude vivir fue la despersonalización con la cual muchas personas del hospital atendían a los pacientes y el escaso tiempo dedicado a la terapia.
Por suerte, estoy convencida de que no todas las instituciones psiquiátricas son así y existen excelentes profesionales del sector. No obstante, creo que aún nos queda mucho camino por andar en este sentido.
Un saludo y gracias por compartirnos tu experiencia.
Anónimo dice
hola mi nombre es yamila sosa tengo 19 años y me parecio muy interesante su investigacion.
Jennifer Delgado Suarez dice
Hola Yamila, bienvenida al blog y gracias por dejarnos tus impresiones.
Esta investigación también me resultó una de las más interesantes de las que he leido en la literatura psicológica, por eso pensé en compartirla pues más allá de los números, su poder para llevarnos a reflexionar sobre los estereotipos es enorme.
Un saludo
miau sietemonos dice
Hace algún tiempo estuve hospitalizada por un caso de depresión, que luego etiquetaron como trastorno afectivo bipolar. En esos días sufrí de un fuerte dolor de estómago (entre otras cosas) y se lo reporté a la psiquiatra, pero ella lo ignoró; días después tuve que ser atendida de emergencia por el médico de turno por un ataque de amibas. Luego, revisando la historia, encontré que la psiquiatra había interpretado mi dolor de estómago como una "somatización de mi ansiedad".
En esa experiencia aprendí muchísimo al hablar con otros internos. Entendí que etiquetar a las personas con sus enfermedades mentales hace más daño que bien. Estas personas definían su vida y sus acciones en torno a su diagnóstico clínico. Para estas personas no hay más realidad que la de su enfermedad mental, y de esa manera se comportan.
Gracias a ellos, mis compañeros de clínica, aprendí que era yo quien tenía el poder de cómo pensarme, cómo asumir la vida y sentirme al respecto.
Jennifer Delgado Suarez dice
Miau, desgraciadamente, tu caso no es único. Muchos especialistas no ven a la persona sino a la enfermedad. Creen que todo se resuelve con una etiqueta y en muchas ocasiones se opta por el diagnóstico más sencillo (el psicológico) que por descartar las posibles causas somáticas.
Afortunadamente, también existen especialistas que tratan a las personas y se preocupan verdaderamente por ellas.
Creo que tu conclusión es muy certera: "todos tenemos el poder de pensarnos y asumir nuestras vidas en consecuencia con el cómo nos sentimos o nos valoramos".
Un saludo y bienvenida al blog