Muchos adultos creen que el llanto o el enfado infantil es un intento de los niños de manipular a los padres u otros adultos para lograr lo que desean, ya sea salir al parque o jugar durante más tiempo. Cuando los niños pierden por completo el control, lloran, se enfadan o gritan porque no consiguen lo que quieren o algo no ha salido bien, es fácil asumir que están teniendo una rabieta para intentar doblegar la voluntad de los padres. Pero no siempre es así. De hecho, casi nunca es así. Y si los padres responden asumiendo que su hijo pequeño intenta manipularlos, es probable que el problema empeore.
Expresar las emociones no es manipulación
Etiquetar a un niño como “manipulador” implica asumir que su enfado, tristeza o frustración son a propósito. También implica asumir que existe un conflicto entre el niño y el adulto. Pero generalmente los niños pequeños no tienen un problema con los adultos, sino con la gestión de sus emociones.
Comportamientos como el rechazo y la agitación no son más que la expresión de una angustia interna. Cuando se produce un secuestro emocional, los niños no controlan sus respuestas, por lo que sencillamente no pueden usarlas para manipular a sus padres u otros adultos.
Los niños pequeños no son capaces de manipular intencionalmente porque su cerebro aún no está preparado para ello. La manipulación es un acto complejo que implica recurrir a la astucia y el encubrimiento para lograr una ventaja unilateral. Entonces, ¿a qué edad empiezan a manipular los niños?
Un estudio realizado en la Universidad Pedagógica Estatal de Volgogrado concluyó que los niños pueden comenzar a manipular a partir de los 5 o 6 años. ¿Por qué? Sencillamente porque a esa edad empiezan a asimilar los valores y sentimientos morales, así como a comprender las actitudes y acciones de los demás.
Dado que la eficacia de la manipulación infantil depende en gran medida del desarrollo de la capacidad para controlar las expresiones de sus propias experiencias y las de los demás, antes de esa edad, es muy difícil que los niños puedan “frenar la expresión tormentosa y dramática de los sentimientos”, como indicaron estos psicólogos.
Por consiguiente, cuando un niño pequeño llora, es porque necesita algo. No porque sea consciente de que con su llanto puede lograr ciertas cosas. Las rabietas, que suelen producirse entre los 18 meses y los 3 años, también son una expresión de su incapacidad para gestionar sus emociones.
El control de las reacciones emocionales es un proceso complejo que depende fundamentalmente de la corteza prefrontal del cerebro, que es precisamente la última en madurar a lo largo del desarrollo. Eso significa que los niños tienen una baja tolerancia a la frustración, infinitamente menor que la de los adultos y, cuando llegan al punto de no retorno, les resulta difícil controlar por si solos sus reacciones emocionales.
Por otra parte, los niños también tienen un vocabulario emocional muy limitado. Eso significa que no pueden expresar exactamente lo que sienten, por lo que experimentan la necesidad de vehicular esas emociones y sentimientos a través de su cuerpo. Esa es la razón por la cual expresan de manera tan vehemente y física su angustia, tristeza, rabia o alegría. Necesitan liberar la energía que generan esas emociones y no pueden hacerlo a través de las palabras, como los adultos.
Obviamente, cada niño es diferente y sigue su propio ritmo de desarrollo. Habrá pequeños que sean capaces de controlar antes sus reacciones emocionales y otros tardarán más. Las características de su sistema nervioso, como la excitabilidad, también influyen en sus reacciones, por lo que algunos serán más sensibles que otros. Por supuesto, la educación que vayan recibiendo también influye en la gestión emocional, de manera que algunos podrán desarrollar un mayor autocontrol y tolerancia a la frustración.
Asumir que los niños son manipuladores, un punto de partida erróneo
¿Qué pasa cuando asumimos que los niños intentan “manipular a los adultos” y nos equivocamos? La respuesta es sencilla: si nos aferramos a la explicación errónea, aplicaremos soluciones erróneas. No entenderemos las dificultades que ese niño está experimentando y, como resultado, no podremos ayudarle a lidiar con el verdadero problema.
Cuando asumimos que el niño intenta manipularnos, respondemos poniéndonos a la defensiva. En vez de validar sus emociones, le ignoramos, castigamos o aumentamos la presión. Es probable que esa falta de empatía termine generando más angustia en el niño. A su frustración por lo ocurrido se le sumará la frustración por la incomprensión de los adultos.
Así terminamos alimentando un círculo vicioso. Si le culpamos por algo que no puede controlar sin nuestra ayuda, activamos aún más sus circuitos emocionales, haciendo que le resulte más difícil controlarse y satisfacer nuestra demanda. De hecho, no son raros los casos en los que la presión añadida es la gota que termina desequilibrando a los niños, aunque la mayoría de los padres no se den cuenta.
Solo cuando comprendemos realmente qué le sucede podemos buscar una solución para el problema que se encuentra en la base. Podríamos, por ejemplo, intentar darle más tiempo o ajustar nuestra demanda. también podríamos consolarle e intentar reflexionar sobre lo ocurrido más tarde para promover respuestas más adecuadas.
En cualquier caso, debemos recordar que el término “manipulador” es peyorativo y a menudo se usa para culpar a los niños por situaciones sobre las que en realidad tienen muy poco control. A veces incluso se utiliza para transferir la incomprensión emocional de los adultos al niño.
Si eliminamos esa palabra de nuestra lista de inferencias preconfiguradas cuando el niño llora, se enfada o frustra y buscamos otras explicaciones, podríamos comprender mejor sus dificultades y desarrollar estrategias de intervención más exitosas que sean realmente respetuosas y desarrolladoras.
A fin de cuentas, debemos recordar que la mayoría de los niños no quieren sentirse tristes, frustrados o enfadados. La mayoría se esfuerza por cumplir las expectativas que los adultos depositan en ellos, aunque no siempre sean capaces de lograrlo. Esos momentos de frustración y enfado también forman parte de su desarrollo emocional.
La manera en que los adultos afronten esos momentos de pérdida de control es clave para que los niños aprendan a calmarse. Hay que validar la emoción con serenidad, aunque a veces cueste. Y eso no significa que los padres estén consintiendo a sus hijos o que sean permisivos, sino tan solo que los están guiando para que desarrollen el autocontrol y se conviertan en adultos maduros emocionalmente.
Referencias Bibliográficas:
Fink, C. (2023) No, Your Upset Child Probably Isn’t Trying to Manipulate You. En: Psychology Today.
Kozachek, O. V. (2018) The age and the psychological conditions of the manipulative behavior of preschool children. J Psychol Clin Psychiatry; 9(4): 350-352.
Warming, H. et Al. (2018) Beasts, victims or competent agents: the positioning of children in research literature on manipulation. Childhood; 26(1): 10.1177.
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